La ira es un candado amargo
Tres poemas de Anne Carson, pertenecientes a su libro Men in the Off Hours (Vintage, 2001), traducidos por Mariana Amato, escritora y docente.
HOKUSAI
La ira es un candado amargo.
Pero se puede dar vuelta.
A los 83 Hokusai
dijo:
Hora de hacer mis leones.
Cada mañana
hasta que murió
219 días después
hizo
un león.
El viento venía en ráfagas del noroeste.
Los leones se mecían
y saltaban
de las crestas
de los pinos
a
la calle nevada
o chocaban
juntos
sobre su cabaña,
y sus garras blancas
herían estrellas
al descender.
Sigo dibujando
con la esperanza de
un día de paz,
dijo Hokusai
tras el ruido de sus caídas.
AUDUBON
Audubon perfeccionó una nueva forma de dibujar pájaros a la que llamó suya.
Debajo de cada acuarela ponía “de un modelo natural”
lo que significaba que había matado los pájaros
y los había llevado a casa para embalsamarlos y pintarlos.
Como odiaba las formas invariables
de la taxidermia tradicional
construyó armazones flexibles de alambre doblado y madera
sobre los que colocaba piel de pájaro y plumas—
o a veces
todo el pájaro destripado—
en poses animadas.
No sólo el alambre sino la luz también era nueva.
Los colores de Audubon se zambullen en tu retina
como un reflector
recorriendo sin sombra tu cerebro de arriba a abajo
hasta que te das vuelta.
Y vos te das vuelta.
No hay nada que ver.
Podés mirar estas formas auténticas todo el día y nunca ver el pájaro.
Audubon entiende la luz como ausencia de oscuridad,
la verdad como ausencia de desconocimiento.
Es lo opuesto de un día de paz en Hokusai.
Imaginate si Hokusai hubiera matado y embalsamado 219 leones
y después le prohibiera a su pincel pintar sombras.
“Somos lo que hacemos de nosotros”, le dijo Audubon a su esposa
cuando eran novios.
En los salones de París y Edimburgo
donde fue a vender su nuevo estilo
este francés nacido en Haití
se iluminó
como un noble americano rústico
sobre el armazón de las poses sin nubes del Gran Naturalista.
Lo amaron
por “el frenesí y el éxtasis”
de los auténticos hechos americanos, especialmente
en la segunda (más barata) edición en octavo (Pájaros de América, 1844).
EL VIEJO CÁRDIGAN AZUL DE MI PADRE
Ahora cuelga del respaldo de la silla de la cocina
donde siempre me siento, como colgaba
del respaldo de la silla de la cocina donde él siempre se sentaba.
Me lo pongo cuando llego,
como lo hacía él, pisoteando
para sacarse la nieve de las botas.
Me lo pongo y me siento en la oscuridad.
Él no habría hecho esto.
El frío viene reduciéndose al mínimo desde el hueso lunar en el cielo.
Sus leyes eran un secreto.
Pero recuerdo el momento en el que supe
que se estaba volviendo loco dentro de sus leyes.
Estaba parado en la curva de entrada a la cochera cuando llegué.
Tenía puesto el cárdigan azul con los botones abrochados hasta arriba.
No sólo porque era una tarde calurosa de julio
sino por la expresión en su rostro—
como un niño que ha sido vestido por alguna tía temprano en la mañana
para un viaje largo
en trenes fríos y plataformas ventosas
se va a sentar muy derecho al borde del asiento
mientras las sombras como largos dedos
sobre los pajares que pasan
siguen sobresaltándolo
porque viaja marcha atrás.