El territorio de la memoria
El escritor y ensayista aborda críticamente los modos de construcción simbólica y material de la urbe contemporánea, como procesos fundamentales del empobrecimiento de nuestras formas de memoria y existencia.
En la plaza hay un murete desde donde los viejos miran pasar a la juventud: el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos.
Italo Calvino, Las ciudades invisibles
__
I
La sociedad global acondiciona los territorios ofreciendo diversas posibilidades a los ciudadanos (el término ciudadano ya es una entelequia, digamos: consumidores): falso. El diseño urbano responde, en las condiciones actuales de la sociedad, a un proceso histórico de separación y control de las muchedumbres. El urbanismo es la forma que adoptó el capitalismo para el control del territorio natural y siendo el capitalismo, como es, la forma de dominación absoluta mediante su lógica mercantil, recrea el espacio de acuerdo a esa lógica de dominación. Las formas de producción modernas aglutinaron a los trabajadores y este hecho se había tornado peligroso. El urbanismo moderno, sin obviar los diversos discursos bienpensantes, tomó la tarea de ejecutar las reformas urbanas para lograr la separación entre los individuos que la organización social requería. En una primera instancia se tomaron diversas medidas para lograr mantener orden en los diversos circuitos urbanos y, progresivamente, se realizaron elogiadas reformas para suprimir la calle. En las ciudades del capitalismo global o sociedad espectacular se ha procedido a destruir el medio urbano. La insoportable dictadura del automóvil ha dado lugar a una red de autopistas que comunican diversos centros: barrios cerrados, zonas de trabajo, oficinas y aeropuertos, con las correspondientes conexiones con los templos de consumo masivo, sean estos shoppings, complejos de cines o supermercados, muchos de ellos ubicados por fuera de la misma trama urbana. Por lo tanto, los individuos (esto es: los consumidores, ya que el resto no cuenta), haciendo uso de una libertad sólo aparente, se someten a un mismo circuito, único y siempre idéntico. La repetición es una de las características fundamentales de nuestra sociedad. La planificación urbana es una geología de la mentira. La separación iniciada por el urbanismo moderno es completada por los medios de comunicación masivos. El control se torna mucho más eficaz. Se organiza un circuito: vivienda – autopista – trabajo – autopista – centro de consumo – vivienda. Allí uno se conecta al ordenador o enciende el televisor y siente estar comunicado, informado o ser parte de un gran divertimento a partir del consumo de imágenes. Una sucesión de cárceles. Nunca hemos estado tan separados. El Shopping, los centros de comida rápida espantosamente iluminados o los complejos de cines que emiten solo producción hollywoodense, se han convertido en los ágoras de la sociedad actual. Sin embargo, son lugares de encuentro en los cuales no se genera interconexión: los individuos convergen allí para consumir o para desear consumir. Ya no hay individuos, ni siquiera personas: sólo hay consumidores. La relación entre las personas se da luego, en las diversas redes de encuentro virtual, otro modo de consumo. El Shopping es el gran símbolo del modelo de ciudad instaurado por la sociedad global. Es un condensado de lo que los “ciudadanos responsables” exigen de la ciudad moderna: orden, limpieza, seguridad, control, fingida amabilidad. En un Shopping tanto como en las diversas cadenas de ¿cine? todo está bajo control y los movimientos se repiten con una justeza asombrosa: es la repetición de lo idéntico tanto en lo espacial como en lo temporal. Uno no puede perderse en un Shopping aunque sea la primera vez que ingrese en él. El aroma a pochoclo es siempre el mismo. La ciudad, la calle, por el contrario, es lo “sucio”, ámbito sujeto a la exploración, a la deriva y el delito, espacio de encuentro y de experimentación, contexto de circunstancias imprevistas. En Buenos Aires, las reformas para destruir el ámbito urbano se profundizaron durante la época de la última dictadura militar. El trabajo de los militares en el poder fue, por lo tanto, abarcador: se encargaron de poner “orden” en el contexto social y, por lo tanto, también, en el ámbito urbano. Buenos Aires se vivenciaba como una ciudad tranquila para aquellos ciudadanos que no estaban en el foco de una represión encarnizada. Las transformaciones realizadas por el intendente Cacciatore, reformas que modificaron la imagen urbana porteña asemejándola al paisaje que se podía vislumbrar en las series o postales estadounidenses, destruyeron la geografía edilicia de Buenos Aires, especialmente con el trazado de la red de autopistas, pilar de la dictadura del automóvil. Muchas familias quedaron viviendo en la calle o debieron reinstalarse en otras zonas, generalmente más precarias, por efecto de las demoliciones necesarias para la construcción de dichas autopistas. Esas reformas fueron aceptadas pasivamente e incluso festejadas por un amplio sector de la población, del mismo modo que lo fue el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Se aceptó, salvando las distancias, como se percibe que se hubiera aceptado en la década del noventa la pena de muerte o, actualmente, la extradición de los inmigrantes de países limítrofes o la baja en la edad de imputabilidad de los menores.
II
La ciudad global es previsibilidad y repetición de lo idéntico. Lo aleatorio es, gradualmente, expulsado del modelo de ciudad capitalista. A la vez, este modelo de ciudad se instaura, así como la organización social que lo sustenta, como el único posible: la organización social actual, por lo tanto, debe borrar todo espesor histórico. Al ya expuesto sistema de vivienda – autopista – oficina – autopista – vivienda se le suman los diversos lugares de conservación de la memoria histórica y urbana, debidamente museificados y reacondicionados y desprovistos de su espesor vivencial. Se fomenta lo contemplativo en lugar de la experimentación. El museo expone y la memoria es algo único, subjetivo: los diversos museos que intentan conservar cierta memoria traumática repiten la trampa ilusoria de recrear experiencias límites que no son reproducibles. Lo que se recuerda es el espacio, el mecanismo de la memoria se activa, por ejemplo, cuando regresamos a un lugar en el cual hemos experimentado algún tipo de vivencia fuerte. Pero dicho recuerdo, dicha experimentación del espacio es intransferible y esa vivencia no puede ser vivenciada por un espectador. La memoria museística o monumental planteó la necesidad de dejar huellas en la ciudad referida a hechos pasados, generalmente traumáticos, como el proceso dictatorial argentino de los setenta, en un intento por materializar la debilidad de la memoria. Así, se muestran en forma explícita huellas del pasado y se fuerza y genera una memoria que no existiría sin dicha reconstrucción física, dejando de lado el carácter de vivencia y experimentación. Se da, en el caso argentino, una exhibición banalizada del horror, no muy lejana a ciertos medios de comunicación audiovisual, así como una lectura autocomplaciente y heroica de la violencia insurgente de los grupos revolucionarios setentistas, desprovista de toda reflexión y autocrítica. Uno debería integrar – comentó en una entrevista Daniel Libeskind, arquitecto del Museo Judío de Berlín – las distintas líneas de la memoria en la totalidad de la ciudad, de tejerlas adentro. En el caso argentino, específicamente Buenos Aires, los intentos por materializar la memoria sobre los hechos ocurridos durante la última dictadura se ejecutaron acondicionando lugares estancos, sin conexión con el resto del entramado urbano. No se ha generado ese tejido al que se refiere Libeskind. Estos lugares, por otra parte, fueron creados previamente a una discusión seria sobre lo ocurrido en la década del setenta cuando, quizás, deberían haberse construido luego de un debate y un sinceramiento de las partes actuantes durante esa década. Es así que los diversos monumentos y memoriales han estado sujetos a las decisiones políticas del partido de turno en el poder. Un museo de la memoria que eduque a generaciones futuras y evite la reiteración de errores y horrores, si este es el objetivo de tales emprendimientos, no debería estar sometido a los plazos breves de los climas políticos. La memoria sobre lo ocurrido durante la última dictadura militar debería tener anclaje en cada rincón de la ciudad, en cada pasaje, en cada esquina para que los habitantes se topen con un elemento que los conduzca a la reflexión y no debería estar enclaustrada en lugares aislados, parte de un andamiaje urbano típico de la ciudad global, emergente de una organización social que muchos de aquellos que propician esos memoriales argumentan combatir. El arte, la arquitectura y el urbanismo, deberían colaborar en una exploración que, sin mimetizarse con los discursos hegemónicos sobre la memoria –pues los discursos sobre la memoria se modifican en el tiempo y lo peligroso es que una memoria se instaure como Verdad – propicien otras operaciones intelectuales: Una buena arquitectura no abre espacios, invita a la especulación y a pensar nuevas formas de existencia.
III
La memoria es eminentemente personal, íntima. Sólo es posible recordar hechos experimentados por uno mismo e, inclusive, esa memoria individual – cierta forma de narración – se modifica con el transcurso del tiempo. La memoria es presente, una vivencia en presente que se asocia con determinado pasado. Ni un grupo, ni las instituciones ni una nación tienen eso llamado memoria. Se presentan, eso sí, diversas memorias que dialogan o discuten entre sí. Es por tal motivo que es dificultoso discurrir sobre cierta memoria colectiva. Más que de memoria colectiva habría que hablar de una tensión, siempre irresuelta, entre una diversidad de memorias. En este sentido, en cuanto a lo colectivo, la memoria se vincula con lo político y deriva en un deseo o voluntad de transmisión, por parte de un cierto grupo de individuos, de la narración sobre determinados hechos, a las generaciones futuras. La memoria, y esta es su diferencia con esa otra forma de la narración denominada historia, posee una carga subjetiva, moral, ética y, por tal motivo, pueden reconocerse una diversidad de memorias y es extremadamente difícil que el grupo que comparte esa suerte de memoria grupal abarque a la totalidad de esa entelequia llamada nación. ¿Qué posición deberían tomar el arte, el urbanismo y la arquitectura en particular frente a esta disyuntiva? En principio, tener la conciencia de que una ciudad está construida más por sus habitantes y la apropiación que ellos hacen del espacio urbano que de las calidades de los muros o los materiales que la erigen. Es por eso mismo que la intervención urbana más importante, en cuanto al recuerdo de la represión, no está constituida por un edificio o un memorial, sino por la presencia callejera en demanda de justicia, por las miles de fotos desplegadas por aquellos cuya memoria íntima carga con un dolor irremediable, por los diversos “escraches” para denunciar la indeseable vecindad de asesinos, por el dibujo de manos o siluetas en las calles y las veredas de Buenos Aires. Esa memoria, hecha acción en el presente, es la que debería proyectarse hacia las nuevas generaciones. Una intervención urbana material y concreta debería tender, si de memoria hablamos, a abstenerse de mostrar explícitamente hechos del pasado para la contemplación pasiva del horror y ayudar, con ciertos mecanismos, a recordar esa tensión irresuelta entre las diversas memorias, propiciando un debate que enriquezca el sentido de qué es aquello que se quiere recordar y se debe comprender, y cómo hacerlo para valorizar el presente, y qué hechos del pasado no deben ingresar en la zona del olvido para así ser transmitidos a las actuales y futuras generaciones, evitando que ciertas tragedias inaceptables se repitan cíclicamente.
IV
El 24 de marzo de 1976 se instaló en el poder estatal la dictadura más asesina de la historia argentina. Prosiguieron una serie de secuestros, desapariciones, vejaciones, apropiaciones de personas y exilios sin precedentes por los cuales todos los actuantes en esa dictadura deben y deberían responder. Si nos remitimos a ciertos documentos, narraciones, etc. concluiremos que no todo comenzó, sin embargo, ese día en el cual las Fuerzas Armadas tomaron el Poder del Estado ante el aplauso o la indiferencia de un gran número de conciudadanos. Ciertos civiles, algunos de ellos subidos luego al régimen democrático electoralista, y esto hace a lo denominado memoria colectiva, propiciaron esas acciones. La palabra “aniquilamiento” flotaba en el aire. Patria o Muerte. Nosotros o ellos. Gran parte de eso llamado argentinos acompañó en forma explícita o refugiándose en sus casas la decisión militar de acabar con ciertos movimientos insurgentes y los dictadores en el poder lo hicieron aplicando una violencia y una saña inauditas. Si hacemos memoria, reconocemos el acto hartamente criminal del Poder Militar que, en esos años, detentó el poder del Estado y de la violencia y la violencia y el crimen perpetrados desde la organización estatal son inadmisibles. Y debemos recordar que la violencia desde el Estado comenzó, en esa década, durante el gobierno peronista y ejercida por individuos muy cercanos al General Perón. Y deberíamos debatir, en una autocrítica amplia, la circunstancia de que la violencia insurgente se dio, también, en momentos de democracia y, aun cuando Perón ya había sido electo para su tercera presidencia. Un buen uso de la memoria debería generar una discusión entre aquellos que comandaron los movimientos insurgentes, grupos guerrilleros que en cierto momento comenzaron a internalizar el poder autoritario que combatían. Estando estos debates pendientes, son apresuradas las intervenciones urbanas destinadas a convertirse en un símbolo del horror que no debemos permitir que se repita. La memoria colectiva, si aceptamos su existencia como resolución de la tensión entre memorias diversas, exige una serie de debates para que iniciativas de largo plazo como memoriales o museos referidos al caso sean construidos y no estén sometidos a las oscilaciones políticas, más aún cuando muchos de los actores participantes de las disputas de cuatro décadas atrás continúan su actividad en el terreno político, partidario o no. Una experiencia constructiva de intervención urbana que haga referencia sobre acontecimientos traumáticos de cierta comunidad debe ser ejecutado cuando dichos acontecimientos hayan decantado, cuando se hayan discutido sus efectos, cuando un trabajo ético e intelectual haya llegado, no a un “cierre”, pero si a una suerte de entretejido de las diversas memorias hasta alcanzar una suerte de acuerdo y esto no significa ni perdón ni reconciliación, banderas de la década del noventa. De este modo se evitará caer en la explicitación banal del horror y en la evocación autocomplaciente de determinados grupos, lo cual constituiría una monopolización de la memoria sujeta al poder de turno, desprovista de reflexión y autocrítica sobre los métodos empleados.
V
El mejor aporte y el mejor honor que pueden tributarles arquitectos y urbanistas a aquellos que lucharon, desde sus ideales, por un mundo más justo y equitativo es llevar a cabo intervenciones que, justamente, contribuyan al uso público y democrático de los espacios. No debe ocurrir, por ejemplo, como con el sector de la ribera porteña que actualmente ocupan los edificios de Puerto Madero. Cuando se realizaron los preparativos para las reformas se produjo un amplio debate sobre el uso de esos terrenos: los discursos abogaban por el uso democrático, público y abierto de tal sector. No hace falta referirse a lo que, finalmente, se transformó esa zona de la ciudad: es de uso público para consumidores atildados que posean una abultada billetera. Las intervenciones urbanas planificadas jamás son políticamente inocentes. Ejemplos sobran: el París de Haussmann con sus diagonales y amplias calles para control de las manifestaciones callejeras y obreras como consecuencia de los cambios generados por la Revolución Industrial, la ubicación estratégicamente aislada de la Ciudad Universitaria de la Universidad de Buenos Aires para ejercer el debido control sobre un grupo potencialmente revolucionario como es el de los estudiantes, etc. Hasta el momento el urbanismo ha sido un elemento funcional que salvaguarda la diferencia entre las diversas capas societarias y propicia el poder de clase. La antigua represión en la calle de las luchas populares ha sido conducida, gracias a los servicios del urbanismo, hacia el aislamiento completo de las muchedumbres solitarias. Las autopistas han dislocado los centros urbanos. Los supermercados y shoppings, templos del consumo construidos como monumentos sobre extensas playas de cemento, configuran la antítesis de la ciudad como lugar de encuentro y de hecho es imposible acceder a ellos sin el uso de un automóvil. Las tramas urbanas son barridas para construir rascacielos por los cuales los ciudadanos abonan fortunas para vivir indignamente y esto sin discurrir sobre aquellos espantosos complejos de vivienda que se han convertido en el hábitat de la marginalidad: arquitectura destinada a los pobres, construida sin inocencia. Una memoria referida a la ciudad propiciaría que recordáramos que ésta fue y es el escenario de las luchas por las libertades, pero también el de las decisiones autoritarias y tiránicas. En la ciudad se desarrolla la historia porque en ella anida la conciencia del pasado, la memoria, y se genera la concentración de las fuerzas potenciales para torcer esta historia. En este sentido, el desmembramiento de la trama urbana por parte de la sociedad capitalista espectacular no es inocente. Es tarea pensar una nueva apropiación del territorio.