Estados Alterados
Tomando como punto de partida la crítica social que Guy Debord desarrolló en La sociedad del espectáculo, el autor pone en cuestión los postulados de Pensar sin Estado de Ignacio Lewkowicz.
Hemos cambiado nuestro destino de dioses en un destino de mercaderes.
Miguel Ángel Bustos
En un mundo que ha sido definido como globalizado, en el cual proliferan (¿nueva y sutil forma de censura que en lugar de prohibir, oculta?) escritos, textos, publicaciones, documentos y un largo etcétera dejar de lado, ignorar o simplemente no nombrar ciertos pensamientos o teorías socio-políticas de importancia y de alto grado de lucidez es altamente significativo y, como mínimo, sospechoso. Uno de los posibles motivos de tal situación es el hecho de que el andamiaje cultural de nuestra sociedad fomentado por su manada de intelectuales se sostiene, entre otras dudosas patas, en un acuerdo implícito acerca de ideas o pensamientos que no deben ser leídos, citados ni pensados. Este es el caso del situacionista francés Guy Debord, cuyas líneas principales de pensamiento plasmó en su libro La sociedad del espectáculo (1967). La omisión por parte de ciertos ghettos de intelectuales hubiera sido tomada, de todos modos, como un acto de justicia por el propio Debord y como la triste confirmación de varios de sus descarnados pensamientos.
El libro Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez (2004), de Ignacio Lewkowicz no es una excepción. Se trate de algo deliberado o de un acto de inconciencia intelectual, la omisión salta a la vista desde sus páginas.
Según Lewkowicz diciembre de 2001 produce un quiebre a partir del cual surgen la subjetividad y el pensamiento antiestatales. El Estado ya es incapaz de proveer supuestos para la subjetividad del pensamiento. Es comprobable en alto grado y tomando como referencia la última década de vida política de nuestro país –más allá de acuerdos o desacuerdos de distinto grado– que, sin embargo, la capacidad del Estado para moldear subjetividades o maquinar ficciones permanece intacta, aunque tal vez metamorfoseada en otro tipo de discurso. Más allá de eso, el sistema de dominación espectacular permanece intacto. Sólo se modifica para perpetuarse, como sucedió, salvando las obvias distancias, con la revolución rusa: La apropiación del monopolio estatal de la representación y la defensa del poder de los obreros que justificó al partido bolchevique hizo que éste llegara a ser lo que era: el partido de los propietarios del proletariado, escribió Debord, ganándose la inquina de un amplio abanico del grupo de intelectuales comprometidos de su época. Diciembre de 2001 como la sublevación urbana que la sociedad del espectáculo –término acuñado por Debord– ofreció como mercancía de vida útil limitada como, claro, toda mercancía. Debord: La sociedad portadora del espectáculo no domina las regiones subdesarrolladas solamente por su hegemonía económica, las domina en tanto sociedad del espectáculo. Donde todavía no existe la base material, la sociedad moderna ya ha invadido espectacularmente la superficie social de cada continente. Define el programa de una clase dirigente y preside su constitución. Así como presenta los pseudobienes que se deben codiciar ofrece a los revolucionarios locales los falsos modelos de revolución. Y según Lewkowicz algo está cambiando esencialmente: La conversión de los Estados-Nación en técnicos-administrativos, la conversión simultánea de los ciudadanos en consumidores. Lo esencial es que este cambio al que se refiere no es esencial. Los regímenes totalitarios de gran parte del siglo XX sólo fueron una muestra torpe y burda de la sociedad espectacular emergente que fue refinando sus medios: control total de la vida a través de los medios de comunicación y eso llamado redes sociales, camarización –ampliamente publicitada y con los correspondientes festejos, por otra parte– de la existencia, sociedad de control, presión laboral extrema, manipulación genética apoyados en los supuestos avances tecnológicos, etc. Todo esto y mucho más legitimado, en este caso, por la falacia de la maquinaria electoral. Ganapanes que se creen gente de propiedad, ignorantes que se creen letrados, y muertos que creen que votan (…) se los trata mitad como esclavos de campos de concentración, mitad como niños estúpidos, (…) por primera vez en la historia los pobres creen que forman parte de una elite económica, a pesar de toda la evidencia en contra, escribió amargamente Debord ya en la década del ochenta.
Al referirse a la nueva Constitución Argentina promulgada en 1994, Lewkowicz se asombra del surgimiento de la figura del consumidor en detrimento del ciudadano y de la monopolización de la vida por parte de la economía. El único soporte subjetivo del Estado ya no es el ciudadano. Aparece el consumidor, y llegó para quedarse. Lo cierto es que esta figura está instalada ya, a partir de un programa evidentemente no inocente, desde la revolución burguesa. El mismo Guy Debord bien lo dijo en su libro, publicado más de treinta años antes que la pseudorevolución del 2001 cuyo efecto fue, evidentemente, el que se quedaron todos contradiciendo al slogan tan debidamente publicitado por los oportunistas de turno. Debord, entonces: Cada producto particular destinado a representar la esperanza de un fulgurante atajo que permitirá llegar por fin a la tierra prometida del consumo total, es ceremoniosamente presentado a su turno como la singularidad decisiva (…), el objeto del cual se espera un poder singular sólo puede ser propuesto a la devoción de las masas porque fue elaborada gran cantidad de ejemplares para su consumo masivo (…). El objeto que era prestigioso en el espectáculo se vuelve vulgar en el momento en que entra en casa de tal o cual consumidor al mismo tiempo que en casa de todos los demás. Es inútil dar ejemplos. Son legión. Lo exasperado de esta sociedad espectacular anida en que ya no sólo consumimos meros objetos inservibles y cada vez de mayor grado de intangibilidad sino que la oferta de mercancías, apoyada en la inescrupulosa y eficiente maquinaria publicitaria, va desde el celular de última generación hasta el político de turno o ciertas rebeliones, todos productos que el mismo aparato al servicio de la sociedad del espectáculo no tendrá reparos en defenestrar para ofrecer al mercado la próxima novedad.
La sustancia del Estado ya no es el dogma en función del cual se establecen las declaraciones, los derechos y las garantías de los habitantes y ciudadanos de la nación. La regla fundamental del Estado es, ahora, su autorreproducción, su regla operatoria, su práctica de renovación codificada, su puro funcionar, postula, asombrado, Lewkowicz. Los Estados-Nación son una pieza en una maquinaria mayor que hace mucho más tiempo que el que especula Lewkowicz es el andamiaje de la especialización del poder. Y tal autorreproducción ya es una característica antigua e intrínseca a su propio funcionamiento: el espectáculo es el discurso ininterrumpido del orden actual sobre sí mismo, su monólogo elogioso. Es el autorretrato del poder en la época de su gestión totalitaria de las condiciones de existencia. Ese sistema es lo único que deber continuar, ya sea mediante su modo concentrado (los gobiernos totalitarios, por ejemplo) o difuso (las diversas democracias). Ese sistema espectacular no tiene pudor en defenestrar aquello de lo cual había parloteado como si se tratara de la excelencia definitiva. Tanto Stalin como la mercancía que pasa de moda son denunciados por los mismos que la impusieron. Cada nueva mentira de la publicidad, es también la confesión de su mentira precedente. Cada derrumbe de una figura del poder totalitario revela que su aprobación unánime provenía de una comunidad ilusoria, lo cual no era más que un conglomerado de soledades sin ilusiones.
El Estado es una máquina de generar ficciones, es imposible gobernar sin crear ficciones. Según Lewcowicz éstas se pueden dividir en agotadas y activas. La maquinaria ficcional del Estado presenta estas ficciones como verdaderas para ejercer un modo de dominación, lo cual lo diferencia, por ejemplo –tema excelentemente planteado por Ricardo Piglia en la novela La ciudad ausente y en otros escritos– de la ficción literaria que presenta sus relatos como ficciones para, de ese modo, operar en eso llamado realidad. Llanamente se puede decir: la maquinaria estatal o en modo más amplio, la sociedad espectacular, presenta una ficción como verdad indiscutible lo cual la transforma en un sistema mentiroso de dominación. Por el contrario, la producción literaria, presentándose como ficción intenta alcanzar, siempre sabiendo de su fracaso, eso llamado verdad. Así como no se evalúa a un hombre según el concepto que éste tiene de sí mismo, no se puede evaluar –y admirar– esta sociedad determinada tomando como indiscutiblemente verídico el lenguaje con que ésta se habla a sí misma, escribió Debord. Y luego: La verdad de esta sociedad no es otra cosa que la negación de esta sociedad. Según Lewcowicz estas ficciones no son verdaderas ni falsas, sino que funcionan como verdaderas o falsas. Esta idea conlleva una cierta verdad: una ficción que se presenta como verdadera para luego ser reemplazada por otra que tampoco es verdadera ni falsa es, sencillamente y en lenguaje escolar, una mentira.
Siguiendo a Lewkowicz lo que hace que un pueblo sea un pueblo nación constituido es un intangible: su historia. No es la lengua, ni la religión, ni la raza. Lo que aúna a un cierto pueblo es su historia. Esta visión es, en principio, decididamente arbitraria. Hay pueblos que poseen distintas lenguas. Muchos pueblos, nos agrade o no, basan su identidad en la religión. Y la historia es una ficción que se va modificando de acuerdo al punto de vista del narrador, una ficción que el poder de turno narra para sustentarse y perpetuarse en el poder. Por otra parte, en el caso argentino, si es que existe algo así como lo argentino: ¿cuál sería la historia que generaría un lazo? ¿Cuál, según geografías, poderes de turno, tiempos históricos, sería esa historia que hace de ese conglomerado de seres un pueblo? Definir a una sociedad por valores como la raza, la sangre o, en este caso, la historia es definirla por pseudovalores: arcaísmo técnicamente equipado. Así como el poder o lo ya definido como sociedad espectacular se apropia de la capacidad de trabajo o de la historia colectiva también se apropia del tiempo individual, pues la historia es comprendida ahora como un movimiento general y, en este riguroso movimiento, son sacrificados los individuos. En lo postulado por Lewkowicz no existe cambio radical posible: el proyecto de tomar posesión de la historia, si bien debe conocer la ciencia de la sociedad –y vincularla con él– no puede ser él mismo científico. En este último movimiento, que cree dominar a la historia presente por medio de un conocimiento científico, el punto de vista revolucionario siguió siendo burgués, escribió Debord.
Ignacio Lewkowicz parece señalar como un descubrimiento propio la emergencia de la figura del consumidor en la estructura social. Esa figura sustituye, en su postulado, a la del ciudadano. La soberanía ya no emana del pueblo sino de la gente. La gente ya no son los ciudadanos sino los consumidores. (…) Los consumidores se definen como imágenes: ontología popular de mercado. Ser es ser una imagen, un sentido ya saturado. Ya en 1967, Debord había sugerido que la sociedad es una relación entre consumidores puesto que el espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre personas mediatizada a través de imágenes. Por otra parte, la gente son aquellos que consumen mercancías, y es que las mercancías han colonizado la vida social, tanto para los que las poseen como para aquellos que las desean. El espectáculo es el momento en que la mercancía ha logrado la colonización total de la vida. La relación con la mercancía no sólo es visible, sino que es lo único visible: el mundo que se ve es su mundo. Este proceso fue muy anterior a la promulgación de la Constitución Argentina del 94, en la cual se sustituye, para espanto de Lewkowicz, la figura del ciudadano por la del consumidor, algo que, por otra parte, ya constituía un hecho. Todos, en la sociedad del espectáculo, quieren ser consumidores, también esos excluidos a los que se refiere Lewkowicz. La nueva lucha de clases, tal vez: el consumo, el acceso a la última falaz mercancía que perderá inmediatamente su brillo para ser reemplazada por otra. Otra trampa: El espectáculo, que es la eliminación de límites entre el yo y el mundo a través de la destrucción del yo asediado por la presencia-ausencia del mundo, es igualmente la eliminación de límites entre lo verdadero y lo falso mediante el rechazo de toda verdad vivida bajo la presencia real de la falsedad asegurada por la organización de la apariencia. El que soporta pasivamente su suerte cotidianamente extraña, es empujado entonces hacia una locura que le ofrece una reacción ilusoria ante esa suerte, recurriendo a técnicas mágicas. El reconocimiento de mercancías y su consumo ocupan el centro de esta pseudorespuesta a una comunicación sin respuesta. La necesidad de imitación que experimenta el consumidor es precisamente la necesidad infantil condicionada por todos los aspectos de su despojo fundamental. Todos queremos ser ciudadanos, ergo: todos queremos ser consumidores.
Otro elemento que Lewkowicz pretende haber descubierto es el de la hegemonía del discurso económico en nuestras sociedades: somos testigos de un imperativo de privatización general de las vidas, bajo la hegemonía despótica del discurso económico. En su libro La sociedad del espectáculo Debord ocupa gran parte de la obra en denunciar este sometimiento y esta dictadura del poder de la economía y de otros satélites de la misma como la publicidad. La mercancía, el fetichismo de la mercancía, domina toda la existencia. El ocio mismo es regulado por la sociedad espectacular y el tiempo mismo que se supone de descanso, la falacia del fin de semana y la de las vacaciones, es vendido en paquetes cerrados. La vida de la mayoría de los ciudadanos se puede resumir en: subir al automóvil –otra dictadura– o a un espantoso transporte público, tomar las autopistas o vías hasta llegar al lugar de trabajo, hacer el mismo recorrido en modo inverso y prender la computadora para sentirse conectado con otros seres que conforman las muchedumbres solitarias o bien el televisor, el sol de este decadente sistema planetario. La independencia de la mercancía se ha extendido al conjunto de la economía, sobre la que reina. La economía transforma al mundo, pero lo transforma solamente en mundo de la economía. Este reinado de la economía, colonizadora de la vida social, establece a la economía política como ciencia dominante y como ciencia de la dominación. El mundo que se ve, el único visible, es el de la mercancía.
La omisión a la obra de Guy Debord se torna absolutamente visible cuando Lewkowicz utiliza la terminología acuñada por el pensador situacionista: el espectáculo comporta el ingreso instantáneo del expulsado en el mundo de la imagen, dice Lewkowicz. El libro de Debord se titula, recordemos, La sociedad del espectáculo. Citarlo habría constituido un gesto de honestidad intelectual. El espectáculo, según Debord, es la inversión concreta de la vida, el movimiento autónomo de lo no viviente. El espectáculo, parloteando sin cesar, se presenta como la sociedad misma. El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación entre personas, mediatizadas a través de imágenes. Estos son algunos de los elementos característicos de la sociedad espectacular, la nuestra. En cuanto a los enemigos de esta sociedad –a los cuales Debord frecuentaba–: esas personas correctamente consideradas como perdidas. La policía los vigila –ya se había referido a ellos: a los nuevos “enemigos del pueblo” ni siquiera se los procesa, solo se hace silencio a su alrededor–. El mismo llamativo silencio que acompañó en nuestro medio a la notica del suicidio de Debord, en 1994. La fauna intelectual local no hizo referencia al tema: la noticia, en un mundo supuestamente hipercomunicado, pasó llamativamente desapercibida.
Hay, paradójicamente, en el libro Pensar sin Estado, una suerte de añoranza por el viejo Estado. Una, en ocasiones, peligrosa añoranza: comprendemos que el Estado es el precedente de los precedentes, es la condición que sienta precedente. El Estado organizaba un sistema de certezas, unos discursos, una contabilidad, un control, unas instituciones. El modo en que cada cuerpo estaba contado en un registro le fijaba el ser. El Estado era un monstruo alienante que oprimía espantosamente, fijando a cada uno un lugar, un destino, un sentido, un nombre, una profesión, un matrimonio. En tanto que ciudadanos, en tanto que habitantes de un territorio, el Estado nos precedía y proporcionaba una existencia. Aunque más no fuera que con impuestos, represión, contabilidad o control, el Estado tomaba en cuenta a cada uno. Un Estado cuyos exponentes más burdos fueron, entre otros, el stalinismo o el nazismo. Lo hicieron con la brutalidad y torpeza de un régimen emergente. Pero siempre será el Estado, como bien explicita Deleuze: Es posible que espiritual o temporal, tiránico o democrático, capitalista o socialista, no haya habido nunca más que un solo Estado, el perro-Estado que habla en “humaradas y aullidos”. Las gestiones totalitarias provenientes del Estado son, en la actualidad, más sutiles y refrendadas por la maquinaria electoral. Gran parte de la crítica de Debord se focaliza en desentrañar esta falacia, denominada por él “sociedad del espectáculo”. Y buscar la fórmula, el Santo Grial, para destruirla.