El ensayista desentraña, en este sugerente texto, diversas interpretaciones del mito de la Torre de Babel para repensar si el acto de confundir las lenguas, por parte de Yahvé, fue un castigo o una bendición.
El carácter alegórico de la Biblia ha redundado en esfuerzos denodados por comprender las acciones de Dios. Me inquieta, ahora, el misterio que consta en el undécimo capítulo del Génesis. Refiere el suceso ocurrido en Sinear (Babilonia), al llegar allí los hombres y advertir que en la llanura podían levantar una ciudad, y en el centro de la ciudad una inmensa torre que acariciara los cielos. A punto de ser concluida, la inmensidad de la obra desató la ira de Yahvé, quien entendió la osadía como un desafío: la castigó con la confusión de las lenguas. Recuesto el verbo castigar, porque no quiero olvidar que es Moisés quien menciona el suceso: es el primero que lo hace, pero no el único.
Al referirse a la torre, a la que llama pirámide, Montaigne dice que se trató de una empresa vana y de una arrogancia (outrecuidance) de Nemrod. Ignoro si esta personalización fue deliberada (como sí lo es en el historiador Flavio Josefo) o recurrió a una mera sinécdoque en la que sustituyó el todo (el pueblo) por una de sus partes (el rey). Resulta sugerente, pues podemos imaginar que Nemrod, de quien se cree que era un feroz tirano, obligó a los babilonios a hacer algo que no querían. Parece, así, una osadía más personal que colectiva. Montaigne, además, cuya fe ahondaba en el escepticismo, no pudo concebir oportuna ninguna empresa que pretendiera emular a Dios; colmó a sus Ensayos, por el contrario, de una consigna: no es posible desentrañar la esencia de las cosas.
Una versión más benévola del mito, o al menos de la reacción de Yahvé, señala lo contrario, que la torre fue concluida luego de varias generaciones y la consecuencia fue, a raíz del perfeccionamiento de la técnica y la delicada obra arquitectónica, que Yahvé estimó impropio que esa sofisticación del pensamiento se restringiera al monolingüismo. Su tributo, por tanto −en esta lectura hay que concebir que el castigo se trató en verdad de una ofrenda− fue la diversidad de lenguas. Yahvé, al descender y ver lo que los hombres hacían, traía consigo ese regalo extraordinario. “La lengua única de Babel −escribe H. A. Murena− era una lengua mala: con ella no se podía articular la palabra Cielo, recuperar el Paraíso, lo perdido por causa de esa lengua [...] la Torre se derrumbó por falta de fundamento” (La metáfora y lo sagrado). Para Murena, el gesto de Yahvé libera al hombre de la locura del discurso único y traslúcido: nos concede la diversidad y la necesidad de hablar por medio de metáforas.
Prueba de que la confusión de lenguas pudo no haber sido un castigo de Yahvé, sino un obsequio, está en “Hechos”, capítulo 2, donde se cuenta que, al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar, y de repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban: “Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”. Aquí, como se ve, la versión es inversa: los apóstoles hablaban una única lengua, pero fueron beneficiados con el don de hablar diversas. Algunos hebraístas, antaño, colaboraron tangencialmente con esta versión más generosa y llegaron a creer que el enojo de Dios no fue tal como para borrar, incluso, todo rastro de aquella lengua originaria: la escondió en la lengua hebraica, y ahí dieron con el fundamento para pensar al hebreo como la única lengua diáfana, dotada de palabras que equivalen a las cosas que nombra.
En un breve relato que tituló “El escudo de la ciudad”, Franz Kafka especuló que la torre de Babel empezó por ser el deseo de construir una torre y nunca dejó de serlo; solo que en el camino se erigió la ciudad que alojaría a los obreros, la ciudad creó la disputa entre los hombres; la disputa, luego, creó la guerra; a la guerra la sucedió finalmente la paz. El curso de una a otra hizo pasar el tiempo, que trajo nuevas generaciones y nuevas disputas, mientras que la torre esperaba ser concluida. La torre, colateralmente, gestó la civilización, que queda como herencia, como don. “El vaticinio de que cinco golpes sucesivos de un puño gigantesco aniquilarán la ciudad, está presente en todas las leyendas y cantos de esa ciudad. Por esa razón el escudo de armas de la ciudad incluye un puño”.
Los que abonan la tesis del castigo, conjeturo, no se atreverían a postular una contradicción en Dios. Si Dios es Uno, el Uno no admite entredichos ni contradicciones. La diversidad de lenguas, o es un castigo, o es una bendición. Apelo, ahora, al sentido común para resolver la incógnita: si Dios buscara beneficiarnos: ¿nos condenaría al dominio de una sola lengua? Anhelo que esto no sea una premonición.