Nombres
En esta oportunidad el autor se interroga si los nombres recibidos, recreados y transmitidos son los que hacen consistir la ciudadela de lo humano.
Modernidad, posmodernidad, nihilismo: nombres puestos en serie para caracterizar una época en la que, tal vez como nunca antes, quedamos expuestos a la paradoja. En efecto, creímos que eran jalones de una zaga heroica, a través de la que por fin se nos daría lo que nos era supuestamente debido. En resumen, nos dispusimos a celebrar que detrás de las máscaras de Dios y del Mundo se trataba siempre de nosotros. Pero ya no pudimos nombrarnos “Humanidad”, porque decencia y coherencia nos obligaron a aceptar la consecuencia de haber vaciado las esencias del cielo y de la tierra: también nosotros nos dispensamos de sustancia, aligerando nuestro equipaje hasta seguir sin metafísica.
Este periplo terminó por modificar nuestra “naturaleza nominativa”, por así decir. De haber sido nombrados por Dios, y de estar imbuidos por Él, a nuestra vez, del poder de nominar según las claves de la creación, hubimos de conformarnos sólo con nombres, confiando en que su estabilidad conservase la nuestra -y la de nuestro mundo-.
Custodios de los nombres: eso debimos seguir siendo, en ausencia de Dios, en medio de las ruinas del mundo. ¿Y a qué otro lugar que a la literatura, con qué otro instrumento que la retórica, hacia qué otro horizonte que el de la traducción, habríamos de continuar nuestro camino demiúrgico?
“Donde habita el peligro crece lo que nos salva” dijo el poeta Hölderlin. El riesgo de perder los nombres marca nuestro tiempo, ¿encontraremos aún en nuestra frágil condición lenguajera aquello que nos rescatará de la alienación que lacera nuestras vidas? Porque aún en ausencia de Dios y en las ruinas del mundo, los nombres recibidos, recreados y transmitidos hacen consistir la ciudadela de lo humano, ¿o ya no?
Por lo pronto, hasta tenemos una nueva ley del nombre, en esta, nuestra comarca suburbana. Según la nueva ley, podemos ir al mercado de la palabra bastardeada y escoger cualquier “nombre” para nosotros y nuestra descendencia. Cuanto más ambiguo y sometido al régimen de la espectacularización de la vida, tanto mejor. No se trata solamente de que pueden provenir de cualquier lengua y ser indiferentes a las tradiciones y las huellas de un destino cierto. Los nombres de cualesquiera están a tiro de decreto. Así, detrás de la mascarada de una autonomía irrisoria, se transparenta nuestra impotencia mayor.
“A las cosas mismas”, dijo el filósofo Husserl. Para ello, deberemos empezar por recuperar los nombres de la tierra y de la historia, de los afectos y de los sueños, en fin, de las cosas mismas. Cabe invocar aquí la siempre vigente agudeza borgeana: “Si como el griego afirma en el Cratilo/ el nombre es arquetipo de la cosa,/ en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo”.